viernes, 19 de febrero de 2016

Kilos

Estoy gorda. Desde agosto hasta ahora me he echado 10 kilos encima. Peso 70 puñeteros kilos, mi máximo histórico, lo que para alguien que no llega al metro sesenta es un mogollón. Soy una pequeña foca. Mis huesos están recubiertos de una grasa blandita que se fundiría al horno dando un sabor exquisito a mis carnes si una banda de caníbales decidiera hacer de mí su cena. ¿Me gusta estar gorda? No. Pero ADORO comer. No puedo remediarlo. Muchas horas del día las paso pensando en qué comer, o leyendo sobre comida, o hablando sobre comida, o comiendo. Es un vicio. Es una condena. Pero me encanta.

Pero recapitulemos. ¿Ha sido siempre así? Pues sí y no. La verdad es que de niña era bastante mala comedora. En casa mi madre siempre ha cocinado limpio, sin grasitas, sin venitas, sin pieles y cochinadas de esas, por lo que cada pequeña ternilla, tendoncillo, grasa olvidada al limpiar la carne era motivo de cara de asco y disección. Comía casi de todo lo normal, sí, pero siendo muy quisquillosa; y por supuesto, nada de viricas, callos, grasas, coles de bruselas y mierdas parecidas. Ascazo y náusea. A pesar de todo esto, estaba redooonda como un balón. Hay una foto memorable de los carnavales de mis seis años en los que yo iba disfrazada de una especie de vampiresa improvisada con un traje hippie de terciopelos y tules negros de mi señora madre (hippie). No sé qué da más miedo, si las dimensiones, el disfraz en sí o el inequívoco toque ochentero en el tocado de la cabeza. Juzguen ustedes:


Esto sí que da miedo y no Crepúsculo
No me gusta el deporte. Nunca he hecho deporte. Bueno, casi nunca. Lo más cerca que he estado es de los cuatro a los siete años que hice algo que pretendía parecerse a la gimnasia rítmica, y lo máximo que conseguí fue hacer la croqueta, algo que debido a mi redondez se me daba francamente bien. En el instituto la cosa cambió: crecí, me desarrollé y eché cadera, no tanto carne sino hueso, con lo que comprar pantalones siempre ha sido complicado. Ya en la uni algo debí tomar en un jueves universitario vitoriano que me dio por el aeróbic y la sala de maquinas del gimnasio municipal, y, la verdad, estaba para mojar pan. Pero en aquella época conocí a mi ahora ex, y como ya no estaba en el mercado, dejé el ejercicio y me descuidé, a la vez que mi paladar se desarrolló, mi mano en la cocina también, y comencé con mi mayor vicio conocido: comer. Y comí. Y engordé. No muchísimo, pero lo suficiente para que fuera un problema. Por supuesto, no me gustaba estar gorda, por mí, por la persona que tenía al lado, por no encontrar ropa que me quedara bien, por la eterna comparación con las chicas delgadas a las que cualquier cosa les quedaba bien, etc. Por todas esas cosas que las entradas en carnes saben perfectamente. Probé dietas, intenté comer equilibrado, pero ningún intento llegó a buen puerto. La historia de las dietas y yo se puede resumir en la siguiente frase de El diario de Bridget Jones: "Me doy cuenta de que encontrar una dieta que vaya con lo que te apetece comer se ha convertido en algo demasiado fácil, y que las dietas no están ahí para ser cogidas y mezcladas, sino para ser cogidas y mantenidas, que es exactamente lo que tengo que empezar a hacer en cuanto me haya comido este cruasán de chocolate". Pues eso.

Años después descubrí que tenía un problema con la comida. No, no os vayáis a equivocar: nunca he sufrido un trastorno alimenticio tipo anorexia o bulimia, gracias al cielo. Solo que la usaba, y la uso, como una espada de doble filo: cuando algo me va bien, lo celebro con comida, pero también como cuando me quiero castigar por algo. Lo malo es que esto último ha sido bastante habitual en mi vida (ese es un tema que tocaré en otra ocasión); lo bueno, que una vez identificado el problema es más fácil controlarlo. Yo, que he fumado moderadamente y nunca he estado enganchada, y que mi relación con las drogas se limita a unos pocos porros en mis veintimuchos, puedo decir que, si a algo me puedo considerar adicta, es a la comida. A ver si os suena: el subidón de cuando comes algo rico, el bajón de cuando tienes el mono de hidratos de carbono, el ansia del desenganche cuando haces dieta. Seguro que muchos me entienden.

¿Y qué pasa hoy en día? Pues que lo llevo más o menos bien. ¿Me molesta estar gorda? Si. ¿Soy infeliz por ello? Ni de coña. Porque ya no me castigo (casi) y solo disfruto de comer. Porque me voy quitando la maldita presión social de que las mujeres estamos más guapas cuanto más delgadas. No señores, yo tengo carnes, tengo curvas, tengo mollas. Podría tener menos, pero el caso es que me quiero y me quieren con o sin ellas. Y como he dicho al principio, adoro comer. Adoro compartir felicidad alrededor de una comida. Adoro el pan y la Nutella. Yo no veo porno, veo programas de cocina. Estoy gorda y soy una gorda mental. ¿Y qué?

Para terminar, y por si quedaba alguna duda, os dejo con un fragmento de la peli Come, reza, ama. No, no es la mejor peli del mundo. Pero para mí es una inspiración. Y además hay pizza.



Me voy a preparar para irme de cena con C., mi Muy Mejor Amiga. ¡Hoy toca brownie de postre! ¡Hasta la próxima, corazones!